lunes, 26 de febrero de 2018

Cuentos desde Miami

Yo recogí con parsimonia mis predicamentos del muro de la fuente, crucé la calle y entré en la biblioteca. Leí unas dos horas el Fausto de Goethe y salí. Pero ya todo afuera era diferente; no estaba ni el edificio Government Center, ni la fuente, ni el parquecito donde se espera la guagua. Quizás en el tiempo que estuve en la biblioteca leyendo el Fausto de Goethe transcurrieron cien o doscientos años. (Olvide el orgullo; Leandro Eduardo Campa)
El hecho de no haberlos visto muertos lo ayudaba a mantener la ilusión de que algún día tropezaría con ellos en una playa, en una biblioteca o en la entrada de un hotel (por alguna razón estos tres lugares le parecían los más satisfactorios para el encuentro), pero poco a poco empezó a aceptar que las páginas llenas de letra impresa era lo único que podía esperar de los dos. (La estrella fugaz; Carlos Victoria)
Él manejaba el dinero y se ocupaba de la biblioteca, una bolsa de plástico llena de los libros que él escogía para el viaje. (Wyoming; María Valero)
Dejo atrás el downtown, el edificio de la biblioteca que parece una cárcel, y el Museo de Arte, frente al cual, una horrenda escultura de Oldenberg que costó novecientos mil dólares se ha convertido en hogar de los numerosos vagabundos que pululan bajo los puentes. (Un cuento; Juan Abreu)
Salí a la calle. Era una linda tarde de verano y comencé a caminar hacia el Downtown. Crucé el puente, pasé frente a la biblioteca, caminé ante las vistosas tiendas de ropas y joyas, y llegué hasta un parque solitario que terminaba en el mar. (¡Oh Pitágoras; Guillermo Rosales)
Soy testigo de que le envió notas de prensa, invitaciones, comentarios y ejemplares de su libro a cuánto periódico, revista, semanario, estaciones de radio y televisión hay en la ciudad. Incluso repartió en los sitios considerados claves, como librerías, teatros, bibliotecas y museos. Lamentablemente  nadie difundió la noticia. (La presentación; Luis de la Paz)
A un lado del comedor estaba lo que yo siempre había recordado como el lugar más importante de la casa, y al que todos consideraban casi como un santuario: la biblioteca de mi padre. (La casona; Manuel C. Díaz)
Entonces fue que mi abuela Emilia entró en la biblioteca y me habló; su voz reposada y profunda tenía la tesitura que se le supone a la muerte.
-No tengas miedo -me dijo-, abre tu cofrecito. (La casona; Manuel C. Díaz)

Cuentos desde Miami; VVAA. Ed. Poliedro. 2004. Aportado por JMV

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