Cuando Ballantine me enseña su lugar de trabajo, uno de los edificios más bellos de este pueblo apelmazado y gris, me está enseñando también su infancia y su intimidad. The Garrison Library (la Biblioteca de la Guarnición), de la que es directora desde 2011, es algo así como la biblioteca nacional de Gibraltar. Levantada sobre unos terrenos de la corona, fué inaugurada en 1804 por el príncipe Eduardo, padre de la reina Victoria, aunque lleva en funcionamiento en otro edificio desde 1797. En un pueblo tan hambriento de suelo, la biblioteca es un palacete con salones amplios (incluido uno de baile) y unos jardines interiores que iluminan las salas de lectura. La infancia de Jennifer Ballantine transcurrió en estas habitaciones, dado que su padre, oficial de la Royal Navy, pasaba las tardes allí y dejaba que su hija leyese la colección de libros infantiles británicos. "A la hora del té, unos camareros servían pastas, sandwiches y pasteles, todo muy ceremonioso y de mucha calidad", recuerda.
A la biblioteca no podían entrar civiles ni mujeres. Era una especie de club inglés donde los oficiales fumaban, bebían brandy y leían la prensa atrasada que llegaba de Londres, pero también era un lugar de estudio: "Desde la apertura del canal de Suez, a mediados del siglo XIX -me cuenta Ballantine-, Gibraltar se convirtió en el primer destino de los oficiales que salían de la academia de Sandhurst, por lo que aprovechaban su estancia para completar su formación sobre política e historia. Por eso los fondos son tan interesantes hoy, porque esta es una de las mejores bibliotecas sobre colonialismo britanico". De hecho, fue la primera garrison library del imperio y la última que sigue funcionando en todo el mundo, y esta es una de las rarezas que sostiene una de las tesis de Ballantine; que Gibraltar no es una sociedad poscolonial, sino colonial. Tal vez la última colonia británica que puede considerarse tal. Pág. 80
Lo sabemos por una entrada un poco críptica de su diario datada en Rio de Onot de Cima y que documenta una conversación con Pablo Vicente, un vecino español que, al despedirse, le dice: "Escríbame usted. Pablo Vicente, Rio de Onot. Con eso basta". Le había contado su guerra civil, la que vivieron en el pueblo de cima e ignoraron en el de abajo, y Torga, que perdió amigos en aquellas batallas (Unamuno, por ejemplo), se marcha desconsolado: "Aunque le mandara toda la biblioteca del convento de Mafra, no podría restituirle su antigua paz y su antigua seguridad", dice, ante la insistencia de su interlocutor en que le escriba cartas. Ahí está la brecha, la irrupción violenta e insoslayable de los países: medio pueblo vivió una guerra; el otro medio, no. Por imaginarias y fáciles de ignorar que sean algunas fronteras, no hay que despreciar su poder de separar las vidas y convertir a los vecinos en extraños. Pág. 186
Es posible que la del Valle de Villaverde sea la única independencia realmente existente en todo la zona. Independiente de Vizcaya, independiente de Cantabria, independientes de España e independientes de sí mismos. Son tan independientes como los criados de una mansión inglesa en la que el lord ha muerto sin herederos. Siguen poniendo la mesa y preparando el té, aunque nadie se siente a comer y la infusión se enfríe en la tetera, porque la independencia no significa necesariamente libertad. No es más independiente el mayordomo que, sabiendo que su señor no va a volver, monta una fiesta y se pasea en calzoncillos por la biblioteca. Será, quizá, más libre, pero no más independiente, porque la independencia consiste en la dominación de un espacio que no es tal sin su cultura. Si el mayordomo deja de comportarse como lo que es, no está apropiándose del palacio, sino destruyéndolo. Sólo será suyo si lo mantiene con sus ritos. Pág. 251
Es obvio que el mapa de Juan de la Cosa es un tesoro histórico y cultural que hay que preservar, pero, ¿por qué está en el Museo Naval de Madrid? ¿Por qué el Estado español corrió a pujar por él en una subasta en 1853? ¿Por qué el Gobierno creía que era importante que estuviera en Madrid y no en una galería de la Biblioteca Nacional de París, su destino más probable (dado que su dueño fue el director del departamento de mapas de esa institución)? El enviado del Gobierno español pujó por 4.321 francos (unos 30.000 euros de hoy), obligando a retirarse a los coleccionistas más ambiciosos. Pág. 278
Bien lo sabía Diego de Torres Villarroel, una de las mentes más ingeniosas y desconcertantes del siglo XVIII español. Era astrólogo y astrónomo (dos materias que aún no estaban muy separadas) y, como catedrático de Salamanca, compró un montón de esferas armilares para la biblioteca, razón por la que la institución tiene hoy una de las mejores colecciones del mundo de estos objetos. Sin embargo, según los reglamentos universitarios, la biblioteca sólo podía comprar libros. Para sortear este inconveniente, Torres Villarroel llamó a las esferas armilares libros redondos, y como tales figuran en la contabilidad. Como le suele pasar a los pícaros, al engañar a los demás, reveló verdades. Aunque la esfera armilar no es un rigor un mapa, puede considerarse un antecedente de las representaciones del sistema solar. Pág. 279
Lugares fuera de sitio. Viaje por las fronteras insólitas de España. Sergio del Molino. Espasa Libros, S. L. U., 2018. Aportado por Lola
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