sábado, 4 de abril de 2020

Shakespeare Palace

Lo primero en lo que me detuve fue en las traducciones de Lezama del propio Faye, el director, y en el hecho no prescindible de que tres veces en el mismo poema el sustantivo espalda se transformara en espada, trocando en bélico lo erótico del tema. Como a ésta se sumaron otras sorpresas (otras traducciones y datos errados), debí comprobar una vez más que la solvencia gala podía perder pie al asomarse a lo hispanoamericano (aun tratándose del Supervielle de la Bibliothéque de la Pléiade, esa editorial normalmente impecable) y dudé sobre qué actitud tomar, dado que se trataba de una revista amiga. Pág. 96

Luego, al terminar su charla, ante algunas interpelaciones de esos asiduos que aguardan al fin de las conferencias para poner ellos el broche de oro a todo lo anteriormente dicho (la biblioteca disponía de varios que jamás faltaban), aceptó y respondió con una paciencia bien humorada, somo si no viniese de un largo viaje y estuviese dialogando con los Siete Sabios. Pág. 97

El pobre llevaba ya algunos años de desconcierto, sobreviviendo, según nos dijo, porque desde aquella esquina surtía a un vasto territorio que abarcaba algunos estados norteamericanos, con sus universidades donde sin duda los doctores parecían doctores y en ese momento eran, por lo visto capaces de comprar y leer libros italianos; o por lo menos las bibliotecas así lo creían y compraban obedientes lo que el dottore Barone no dejaba de proponerles. Pág. 119

Tomás había llegado al Uruguay para trabajar en la biblioteca de la ALADI, en plena ciudad vieja, sobre la Rambla, que así se llama en Montevideo la avenida que corre junto al mar, y dividía su tiempo entre el trabajo y sus nuevas, múltiples relaciones. Pág. 179

Es bien sabido todo lo que los españoles exiliados aportaron a la cultura de México: desde el Colegio Madrid hasta el Fondo de Cultura Económica, los grandes traductores que allí trabajaron, y librerías como las de Luis Vicens. Hay obras que recogen y conmemoran los nombres de los que mucho hicieron por retribuir la ayuda recibida por México, aunque al principio no hubieran sido unánimemente bien aceptados, según la historia escrita. No sé si Chile, por ejemplo, recibió el impacto del exilio español como los países del Atlántico. Recuerdo estar un día en la biblioteca de Álvaro, que repasaba su Conrad amado mostrándome sus ediciones españolas de antes de la guerra, mientras yo recordaba las mismas traducciones de los mismos libros, pero en la editorial argentina Sudamericana, en la que sus autores habían rehecho su carrera fuera de España. Pág. 185

Poco hacía de nuestro regreso a Montevideo, cuando se produjo la gran catástrofe del 85. La vivimos a distancia, con las comunicaciones interrumpidas y las angustias multiplicadas por el no lograr saber de nadie. Dos o tres días después, un funcionario de la Biblioteca Nacional, donde Enrique era por ese entonces director, ofreció un contacto radioaficionado. Pág. 194

Quizás una metáfora religiosa pasó por mi cabeza y resolví que ahora tenía que servirme de algo la temprana y constante admiración por su obra, desde la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, esa novela absolutamente perfecta, que en un remotisimo viaje a Cuba me había llevado a quedarme aislada del mundo en una casa de la provincia de Santiago, comiendo congrí con sus cuidadores, en vez de continuar con mis compañeros en el viaje dispuesto, para poder leer las dos colecciones de cuentos sacadas de la biblioteca de la Casa de las Américas, que yo perseguía obsesivamente, porque no habían llegado al Uruguay. Pág. 197-198

Si algún día imposible llegara a Pavía, sobre cuya humedad antiarchivos ella no ahorra alusiones disuasorias, iría a su reino, crecido con los años al pie de alguna torre no caída, tocaría los armarios que tantas veces menciona y sobre todo, le belle scaffalature in noce de Manganelli, que éste hizo que Ebe Flamini enviara junto con su biblioteca, sabiendo que el Fondo era statale, dunque povero, y sin duda pensaría en tí, que no sé si habrás tenido paciencia y ganas de llegar al final de esta carta. Pág. 204

Y, pese a haber considerado el regreso una ineludible obligación moral, quizás no hubiéramos durando en Montevideo, si el presidente Julio María Sanguinetti no lo hubiera nombrado director de la Biblioteca Nacional. Esto resulto una tarea agobiadora en un país desencajado por dos experiencias traumáticas sucesivas, tupamaros y militares, ambas ajenas a lo que había sido la cultura nacional del siglo pasado. Como a veces ocurre cuando se ha vivido en tiempo largo bajo presiones, aunque sean diversas, al desaparecer lo que se soportó sin protestas, sobrevienen los reclamos, todos urgentes e inatendibles por su misma simultaneidad. Habiéndose impuesto una labor excesiva, que incluía actividades que acercaran a gente que de pronto nunca había entrado a una biblioteca, Enrique se iba temprano en la mañana, regresaba en la noche agotado, mal alimentado y sin ceder. Al tiempo pasó una semana en un sanatorio, porque el corazón no había aceptado ese ritmo.
Tres años después, cuando la Universidad de Texas en Austin, donde ya había dado un breve curso lo invitó a integrarse en ella en forma permanente, aceptó y dejó, mejorada la Biblioteca Nacional. Y más escéptica su visión de una parte de sus contemporáneos. La Historia, como tantas otras cosas, se presta a pequeñas indignidades. Nos tocó ver listas de posteriores directores de la Biblioteca que no incluyen su nombre. Pág. 229-230

Ida Vitale. Shakespeare Palace. Mosaicos de mi vida en México. 2018, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. De C.V. Aportado por Lola

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