El historiador compartió con ella buena parte de su biblioteca, le enseñó más de lo que ella habría aprendido en cualquier escuela y puso a su disposición el piano de cola de su mujer, quien ya no recordaba para qué diablos servía ese armatoste negro.
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Despidió a los sirvientes, que habían vivido durante décadas bajo su techo, mandó empacar su biblioteca, sus obras de arte, sus colecciones y recuerdos y cerró la mansión a cal y canto.
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Temprano por la mañana, cuando fue a llevarle el café a su patrón en la biblioteca, se le plantó al frente.
-¿Pasa algo, Juana?
-Según mi parecer, habría que invitar a los comunistas del niño Felipe.
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Él mismo asumió la tarea de hacerle una encerrona en la biblioteca a su padre, mientras Laura y Ofelia, agazapadas en el fondo de la casa, rezaban con fervor de mártires.
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Lo llamó a la biblioteca y lo interrogó a grito partido para que le confesara el nombre del culpable, lo amenazó con mandarlo preso, para que los carabineros le arrancaran la verdad a culatazos y patadas, y cuando eso no resultó, trató de comprarlo, pero el hombre nada pudo decirle, porque nunca había visto a Víctor.
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Se llenaron las paredes de murales y afiches, en las plazas representaban obras de teatro y se publicaban libros al precio de un helado, para que cada hogar contara con su biblioteca.
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Largo pétalo de mar; Isabel Allende. Penguin Random House Grupo Editorial. 2019. Aportado por JMV
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