Ella, en cualquier caso, pretendió no prestar atención a mis dudas y sí a las violetas silvestres que salpicaban ambos lados del sendero porque he visto libros en su biblioteca, señor Hawkins, que me hacen pensar, dijo, que conoce usted los nombres de todas las flores, lo que resulta en verdad notable en quien ha sido un hombre de mar. páx. 76
La cosa pudo haber quedado ahí, pero Lachlann Macleod cometió un segundo error, que fue pensar que la culpa de aquel desorden era de los libros y no suya, y se deshizo del resto de su biblioteca en la tienda de un anticuario que, a su vez, no tardó en vender todo el lote a un comerciante alsaciano que tenía parientes en Escocia. páx 220
[...] decidí volver a ocuparme de supervisar los trabajos de la construcción de la biblioteca, que yo había descuidado últimamente y que ya estaban casi terminados [...]
[...] como señal de reconocimiento hacia mi persona, un retrato mío debería presidir la sala principal de la biblioteca, idea ésta que me desagradó. [...] añadimos a nuestra carga el retrato que mi lejano huésped holandés había pintado antes de partir y lo dejamos almacenado al fondo de la biblioteca, en espera de que llegara el gran momento de colocar cada cosa en su sitio.
[...] y comprendí que el hombre que golpeaba los cristales acababa de despertarme para pedir por señas que abriéramos la puerta y, casi sin aliento, avisarnos de que debíamos partir hacia el pueblo lo antes posible, pues en la biblioteca se había declarado un incendio [...] el caso era que nuestra biblioteca ardía, y Geoffrey salió corriendo en busca de nuestros caballos y yo le seguí, [...]
Geoffrey desmontó de un salto, cruzó a la carrera el patio que nos separaba de la biblioteca y, despojándose de su casaca y tratando de apartar con ella el humo que le asediaba, entró en el edificio y desapareció de mi vista.
pp. 239-240-241-242
Las últimas voluntades del caballero Hawkins; Jesús del Campo. Ed. Edhasa
2007. Aportado por JMV
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