"La biblioteca era la fuente de su habitual fragancia a cuero de Rusia. Fila sobre fila de libros encuadernados en piel de becerro, parda y verde oliva, los títulos en letras doradas en los lomos, los volúmenes en octavo en brillante tafilete escarlata. Un sofá de cuero capitoné, un atril tallado como un águila con las alas extendidas y sobre él, abierto, un ejemplar del Là-bas de Huysmans, una edición para bibliófilos, de una imprenta privada; había sido encuadernado como un misal, en cobre, con cuentas de cristal. Las alfombras de Ispahan y Bokhara, mullidas, con el pulsátil, profundo azul del cielo y el rojo de la sangre secreta del corazón; el suave resplandor de la oscura boiserie; y la arrulladora música del mar y un fuego de leños de manzano. Las llamas reverberaban en los lomos de los libros de una biblioteca acristalada, todavía nuevos y sin deshojar. Eliphas Levy, un nombre que no significaba nada para mí. Eché una ojeada a un título o dos: La iniciación, La llave de los misterios, El secreto de la caja de Pandora, y bostecé. Nada que atrajera la atención de una recién casada en espera de su primer abrazo. Me hubiera gustado, más que cualquier otra cosa, una de esas novelas en papel amarillo; sólo ansiaba apelotonarme sobre la alfombra, delante del fuego crepitante, y abismarme en la lectura de una novela barata mascando pegajosos bombones de licor. Con sólo pedirlos, una doncella me los traería."
Se encuentra en la página 21 de La cámara sangrienta, de Ángela Carter, en edición de Minotauro de 1991. Aportado por Sfer.
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