miércoles, 14 de agosto de 2019

El don de la fiebre

Lo que le dejaba muchas horas muertas para refugiarse en el barracón 27A, la capilla, que era el más silencioso del campo, donde leía la biblia y el Liber confortitatum de San Bartaolomé de Pisa, o bien en el 28A, la biblioteca, donde jugaba al ajedrez contra el abate Brossard con aquellas piezas rudimentarias, talladas por algún prisionero polaco a partir de un fragmento de viga a cambio de cigarrillos. Páx. 142

Y fue entonces, mientras ordenaba sus partituras, cuando ella se aproximó al piano, con su falda larga, sus gafas de ojos de gato y el cabello moreno recogido en un minuciosos tocado con el que recordaba en todo a una tímida bibliotecaria de provincias, y la analogía sería impecable si sustituyéramos las teclas del piano por las de una máquina de escribir. Páx. 183

Qué estamos haciendo aquí, por qué colaboramos con los boches, protestaba blandiendo un ejemplar de Le Lugminos, el periódico del campo; cualquiera que lea esta bazofia pensará que hemos venido a pasar una temporada en un balneario, música en directo, teatro, biblioteca, conferencias, ¿por qué creéis que los alemanes  patrocinan todas estas distracciones?   páx. 253

El don de la fiebre de Mario Cuenca Sandoval. Seix Barral, 1ª ed. 2018. Aportado por Lola

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