Mortemousse se le acercaba con la mano extendida y una sonrisa de propietario en los labios. North, con prisa por salir por pies lo antes posible, tartamudeó que sólo estaba de paso y alegó que tenía que ir a buscar un libro a la biblioteca.
-¡Adelante, adelante, mi querido amigo, no queremos retrasarlo! Pág. 31
Como era escrupuloso incluso en las mentiras, se encaminó hacia la biblioteca y, según iba andando, se convenció a sí mismo de que podía sacar una novela para amenizar las veladas invernales. Deambuló por las estanterías dedicadas a literatura, recorriendo con la mirada los incontables títulos, vacilando, cogiendo, como si quisiera sopesarlos, los tomos por los que estaba pensando en decantarse, optando finalmente por una novela policíaca. Pág. 32
Ese día, North soportó sin inmutarse los sarcasmos. Pero ahora no se sentía capaz de luchar contra Machete, quien ya le estaba contando en voz alta, con ojos afilados, pelo rapado y labios agrietados, los peligros del fichero Telémaco, sin que la afectasen las miradas airadas de los lectores que estaban en la biblioteca. Haría todo cuanto le pidiera con tal de que se callase. Y además en el fondo estaba de acuerdo: aquel proyecto de ley era absurdo. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y firmó la petición.
-¡Genial! -exclamo Machete, quien, cuando la apatía de sus colegas no la forzaba a hacerse la dura, daba rienda suelta a su carácter jovial y afectuoso-. ¿Tomamos un café?
North negó con la cabeza, alegando que tenía que comer en el centro. Y salió de la biblioteca con paso sigiloso pero raudo, olvidando llevarse la novela de tanta prisa como tenía por escabullirse. Pág. 34
Apenas si se atrevía a moverse. Sólo le iba y venía la mirada por las paredes de la celda. Nada, a primera vista, permitía intuir qué había sido antes el sitio aquel. Sin embargo, North no ignoraba que aquellas paredes habían albergado libros antes de encerrar hombre. Alrededor de diez años atrás, comprobando que la deserción de las bibliotecas públicas, que aceleraba el desarrollo del libro digital, no hallaba parangón sino en la explosión de la población reclusa, el Gobierno había tomado la decisión de impulsar una atrevida política de reconversión, con la esperanza de desatascar el parque penitenciario. A lo que decían, la metamorfosis sería fácil: en resumidas cuentas no se trataba sino de cambiar el prefijo y de sustituir las bibliotecas por antropotecas (ya no se hablaba de cárceles). Sobre los escombros de un saber inútil habían florecido, pues, unos cuantos establecimientos cuya talla humana y cuya comodidad más que aceptable se elogiaban. Se reservaban para la reclusión de contingentes delicados: minorías religiosas, deficientes mentales, niños, pedófilos. North había conocido el edificio cuando todavía había libros dentro. Lejos de tranquilizarlo, ese recuerdo lo agobiaba aún más. Y, echado en su cama, examinaba, atontado, el muro de hormigón. Pág. 110-111
¿No sabía con quien estaba hablando? Entraba dentro de lo posible: bien pensado, acababa de llegar del extranjero. Y además los lectores eran una casta aparte: provisionales, solitarios, separados de los profesores por su juventud y su categoría, tenían tendencia a buscar refugio en el trabajo y las bibliotecas y se aislaban de un mundo donde no hallaban lugar. Pág. 178
Un hombre al margen. Alexandre Postel. Nórdica Libros, S. L., 2014. Aportado por Lola
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