Al volver de la casa de los Manevich mi papá -como ocurría siempre en los momentos importantes- se encerró en la biblioteca conmigo. Mirándome a los ojos me dijo que el mundo todavía estaba lleno de una peste que se llamaba antisemitismo. Pax. 31
Esta escena se repitió tantas veces que al fin mi papá se encerró en la biblioteca conmigo, me miró a los ojos y me preguntó, muy serio, si realmente no tenía ganas de ir al colegio todavía. Yo le dije que no, y de inmediato mi entrada al colegio se postergó por un año. Pax. 34
Pero mi papá no le daba la razón sino que soltaba una carcajada feliz, me cogía de la mano y nos íbamos muy contestos para la casa, a leer en la biblioteca, o me llevaba a El Múltiple a comer un helado de vainilla con pasas, "para que se te olvide el sabor de la mazamorra". Pax. 43
El último cuarto que se visitaba, otra vez abajo, después del garaje y la biblioteca, era "el del doctor Saunders", que era protestante, pero nadie lo veía por eso con malos ojos, aunque la hermanita Josefa soñaba con poderlo convertir a la única fe verdadera, la religión Católica, Apostólica y Romana. Pax. 88
Aquella cruzada de nuestros maestros contra el sexo era lo que se dice una misión imposible, y el mismo fundador de la Obra, en unas películas propagandísticas que nos hacían ver en la biblioteca, hablaba del "heroísmo de la castidad". Pax. 97
Al mismo tiempo, en la casa, mi papá me ofrecía antídotos casero contra la educación escolar. A las lecturas del colegio, todas impregnadas de patrística y filosofía católica, mi papa oponía otros libros y otras ideas que me convencían mucho más, y si en clase de Religión o de Ciencias se pasaba por alto la teoría evolucionista (o se decía que no había sido comprobada a saciedad), o si en clase de Filosofía despachaban en tres patadas a Voltaire, DÁlembert y Diderot, en la biblioteca de mi papá era posible aplicarse vacunas con pequeñas dosis de ellos mismos, que me inmunizaran contra su destrucción,...Pax. 104 e 103
Se conmovía fácilmente, hasta llegar a las lágrimas, y se exaltaba con la poesía y con la música, incluso con la música religiosa, como con una elevación estética que limitaba con el éxtasis místico, y era precisamente la música, que oía encerrado a solas en la biblioteca, y a todo volumen, su mejor medicina para los momentos de desconsuelo o de decepción. Pax. 136
Si en cambio llegaba de mal genio, entraba en silencio y se encerraba furtivamente en la biblioteca, ponía música clásica a todo volumen y se sentaba a leer en su sillón reclinable, con la puerta cerrada con seguro. Al cabo de una o dos horas de misteriosa alquimia (la biblioteca era el cuarto de las transformaciones), ese papá que había llegado malencarado, gris, oscuro, volvía a salir radiante, feliz. La lectura y la música clásica le devolvían la alegría, las carcajadas y las ganas de abrazarnos y de hablar. Pax. 143
Cuando más tarde llegamos a la casa, nos fuimos los tres a la biblioteca, y mientras yo intentaba entender las reglas del futbol americano, que ni esa vez ni nunca pude comprender, mi papá empezó a leer en voz alta a mi hermana el primer cuento de Oscar Wilde que venía en el libro, precisamente "El ruiseñor y la rosa". Llevarían una página en la lectura cuando yo ya estaba completamente decepcionado de las incomprensibles reglas de fútbol americano y oyendo con disimulo la maravillosa historia de Wilde, hasta que al final, cuando el pájaro muere traspasado por la espina del rosal, yo mismo cerré mi libro y me acerqué a ellos, humilde y arrepentido. Mi papá terminó de leer con mucha emoción. Pax. 158
Después no comentó ni una palabra sobre el asunto, pero semanas más tarde, en la biblioteca, me contó una historia: "Cuando yo estaba en el último año de Medicina, me llamó a su casa un primo, Luis Guillermo Echevarri Abad. Después de muchos rodeos y con mucho misterio, este primo me confesó que estaba muy preocupado por su hijo, Fabito, que parecía no pensar en otra cosa que en hacerse la paja. A la mañana, tarde y noche. Tú que eres casi médico, me dijo el primo, habla con él, aconséjalo, explícale do dañino que es el vicio solitario. Entonces yo fui a hablar con el hijo de mi primo -siguió contando mi papá- y le dije: tranquilo, sígalo haciendo todo lo que quiera, que eso no hace daño y es lo más normal; lo raro sería que un muchacho no se masturbara, pero le doy un consejo: no deje rastros ni se deje ver de su papá. Al poco tiempo el señor volvió a llamar, a agradecerme. Le había hecho el milagro: Fabito, como por arte de magia, había dejado el vicio". Y mi papá, como si no hubiera mejor moraleja para esa historia, soltó una carcajada. Pax. 161 e 162
Mi papá, a veces, se encerraba en la biblioteca y se ponía a todo volumen una sinfonía de Beethoven o alguna pieza de Mahler (sus dolorosas canciones para niños muertos), y por debajo de los acordes de la orquesta que sonaba con tutti, yo oía sus sollozos, sus gritos de desesperación, y maldecía el cielo, y se maldecía a si mismo, por bruto, por inútil, por no haberle sacado a tiempo todos los lunares del cuerpo, por dejarla broncear en Cartagena, por no haber estudiado más medicina, por lo que fuera, detrás de la puerta cerrada con seguro descargaba toda su impotencia y todo su dolor, sin poder aguantar lo que veía, la niña de sus ojos que se le iba esfumando entre sus manos mismas de médico, sin poder hacer nada por evitarlo, sólo intentando con mil chuzones de morfina aliviar al menos su conciencia de la muerte, de la decadencia definitiva del cuerpo, y del dolor. Pax. 185
Cuando Marta entró en agonía mi papá nos reunió a todos los hermanos, en la biblioteca, y a cada uno nos dijo una mentira. Pax. 193
Creo que nunca he leído tanto como en esos meses en México, por la mañana en la estupenda biblioteca de la casa de Iván, que me abrió sus puertas para que yo pasara allí las mañanas, solo, en silencio, en compañía de sus miles y miles de libros, y por la tarde en el apartamentico que al final alquilamos mi papá y yo, en la Colonia Irrigación. Pax. 224
Los primeros nacen en casas limpias, con buenos servicios, con biblioteca, con recreación y música. Los segundos nacen en tugurios o en casas sin servicios higiénicos, en barrios sin escuelas, ni servicios médicos. Pax. 253
Mientras escribo esto, no encuentro la revista. En Google, la nueva biblioteca de Babel, no hay nada al respecto. Eso se está olvidando, aunque no hayan pasado demasiados años. Tengo que escribirlo, aunque me dé pudor, para que no se olvide, o al menos para que durante algunos años se sepa. Pax. 310
Abad Faciolince, H. (2021). El olvido que seremos. (17ª reimpresión) Barcelona: Alfaguara.
Aportado por Lola.
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