En una balda, sobre el enchufe, una tetera eléctrica y una taza. El infiernillo soltaba chispazos pero no nos daba miedo. No era una biblioteca. Al otro lado de la calle estaba la tienda Svetlan, la tienda más insulsa que haya existido jamás. Svetlana vendía todo el año remolacha y col al doble de precio que en el mercado. Pax. 63
Había muchos libros, como si se hubiera quemado una biblioteca por ahí. Algunos estaban atados con una cuerda, otros envueltos en ropa o metidos en cajas de cartón. Había incluso otros escondidos en un edredón de plumas bien apretado. Comprendimos todos que el joven se mudaba y también sabíamos a dónde. El resto lo descubriríamos unos días más tarde. Gracias a Sura, por supuesto. Se llamaba Radu, había venido de Chernovtsi y era sobrino de Feodosia. Sin embargo, una pregunta seguía sin respuesta: ¿Qué hacía él con tantos libros?. Pax. 245
Sin embargo yo tenía un motivo de alegría. Nos habían cambiado a la bibliotecaria del sector. El lugar del armario lo había ocupado una mujer agradable, menuda, con gafas. Leía todo el día y tomaba apuntes a lápiz. No atosigaba a los críos con preguntas estúpidas, más bien al contrario, les proponía libros interesantes, incluso de las estanterías más altas. Empecé a leer cuentos, solo cuentos. Había encontrado también yo, como Zahar Antonovich, un escondite al cual no tenía acceso el mal. En un año terminé todos los libros infantiles. Pax. 250
Tibuleac, T. (2021). El jardín de vidrio. Madrid: Impedimenta.
Aportado por Lola
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