Ramachandra le había dicho:
-Esas cartas deberían estar en la Nehru Memorial library, caballero, no en el fondo de una baúl.
-Están más seguras en el fondo de un baúl que en ninguna biblioteca india que yo conozca -había replicado Diwan Sahib.
Trataba a los visitantes con la suficiente brusquedad como para haberse ganado fama de muy grosero y no permitía que la relación con ninguno de sus conocidos llegara a convertirse en amistad. Pax. 47
Dibujé viñetas para cada letra, como si fueran personas y animales, y se las hice escribir una y otra vez. Cada pocos días le traía algún libro de cuentos o canciones infantiles del armario-biblioteca del colegio. La obligaba a leer los rótulos más grandes de los paquetes de galletas y las pastillas de jabón. Me sentía poseída por mi tarea, que se había convertido en misión. Pax. 161 e 162
No quería pasarme una deprimente tarde tras otra junto a su chimenea, hablando siempre de las mismas cosas. Ranikhet carecía de las distracciones de una ciudad, lo cual empezaba hacer mella en mi ánimo. ¿Por qué no había un cine decente ni una buena librería?, ¿por qué ni siquiera una biblioteca? Me habría gustado ir en autobús a Nainital a pasar el día: comer una pizza, deambular por las tiendas, tomarme un helado. Pero, naturalmente, no podía moverme de allí mientras Diwn Sahib estuviera enfermo. Pax. 246
Roy, A. (2013). Los pliegues de la tierra. Barcelona: Salamandra.
Aportado por Lola
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